EL TORO, LA GARZA Y LA VOZ DEL MAYORAL
Se respira devoción por una ganadería que ha puesto a Trigueros en el mapa del toreo
Texto: ALFONSO ARMADA / TRIGUEROS
Fotografía: CORINA ARRANZ  -  ABC.es
Fernando Cuadri separa los terneros de las vacas    

    Madrugamos tanto que en el Reygar todavía no están los churros listos. Sin saber muy bien por qué el bar Reygar de Moguer me recuerda a uno de Chicago que no cerraba nunca y al que This American Life, aquel maravilloso programa de la radio pública estadounidense (NPR: National Public Radio) le dedicó un programa de una hora. Mostraba cómo la clientela cambiaba a medida que avanzaba el día, y cómo cambiaban el personal, y las relaciones entre unos y otros. Un microcosmos. Dos tipos, uno gordo (español) y otro flaco (marroquí) dilapidan el dinero y se enfurecen contra la astucia de dos máquina tragaperras pegadas a las horcas caudinas de los urinarios. Al fondo del bar, una vieja arrugada parte en trozos su tostada y hace su desayuno sola, sin preocuparse de nadie y sin que nadie se preocupe de ella. Era posible imaginar la vida que llevaba, pero no la que había llevado hasta llegar a ese momento. Sentada junto a un cuadrito de un bodegón de una vasija de barro, entre ella y el la pintura parecía existir una simbiosis digna de Zurbarán: la espiritulidad materialista y descarnada de los tiempos que corren. El Reygar está en la zona más correosa de Moguer, en la periferia del pueblo que parece haber preservado las esencias que en él leyó Juan Ramón Jiménez. Pero incluso en esa Avenida de la Constitución, y de la plaza aledaña, dura, donde inmigrantes africanos y locales han encontrado acomodo, parece un pueblo de una tranquilidad menestral, donde los niños –hay muchos en Moguer: como si la gente tuviera fe en el porvenir- juegan en las plazas hasta bien entrada la noche de verano, y los padres no parecen prisa ni bridas castradoras. Será el verano, pero es como si Moguer fuera como el principio del poema del niñodiós, antes de que el poeta volviera y se diera cuenta de que sus recuerdos no se correspondían con la realidad («la luz con el tiempo dentro»), sino que se había convertido en cementerio. Al cementerio llegaremos justo cuando el enterrador esté echando el cierre. Solo queremos ver la tumba de Juan Ramón y Zenobia. Ojalá no la hubiéramos visto. Porque no se corresponde con lo que se esperaba de los libros del poeta, desde luego no con Platero. Es una tumba como de dictador latino, de granito, sobre un plinto de granito tan gris como la misma lápida, empastados, imposibles de remover salvo, quizás, por un ángel y un toro. Es dudoso que esa tumba tan fría los dos puedan dormir a gusto el sueño eterno ni ningún sueño. Lo único que les puede dar algún alivio son los cipreses de la cabecera, como dos mesillas vegetales, y el jazmín en medio, que estaba en flor.

    De Moguer a Trigueros por la N-435. Las viejas carreteras nacionales siempre me recuerdan a mi padre al volante de su Citroën DS, aquel tiburón pintado de un verde oscuro que no he vuelto a ver. Otra razón, otro subterráneo homenaje a Ignacio Martínez de Pisón y su novela, Carreteras secundarias, que compré en una librería de Teruel (¿algún sitio mejor?) y terminé de leer en los primeros envites de este viaje Por carreteras secundarias. Al fondo de la recta, por esos juegos de la perspectiva en los que la mirada cae como las moscas en las telarañas, se ve la torre de la iglesia de Trigueros. Es como un faro durante unos instantes, hasta que una curva trastoca el punto de fuga y hay que volver a prestar atención al firme. Nada más entrar en Trigueros y atravesar la calle dedicada a Antonio Machado preguntamos a un vecino con porte de picador, de rostro cetrino y andares algo renqueantes:

    – ¿Vamos bien para Gibraleón?

    –Seguido.

    Son las nueve de la mañana de un sábado y el pueblo está cerrado, con el sueño atornillado a los párpados. Salvo el de algunas mujeres, que ya barren con fervor su trozo de acera, su pedazo de mundo. En el bar Las Delicias también están a lo que hay que estar si no se quiere que el café llegue cuando ya es la hora de otras encomiendas. Claro que en la tele empiezan el día con una del Oeste mientras un parroquiano al que nadie parece prestar atención no deja de mirarse una y otra vez la dentadura en la columna/espejo del extremo de la barra. Como si tuviera pensado venderse al mejor postor esa misma mañana. O tuviera cita con una doña a la que agradar. En una pared del local hay un árbol genealógico de la familia Cuadri que se remonta a 1772. En el local se respira devoción por una ganadería que ha puesto a Trigueros en el mapa del toreo: el cortijo se encuentra a tres kilómetros, «a mano derecha», saliendo por la puerta. Hay cuadros de los toros de ese hierro, encastados, de fina estampa torera. El barman, gentil, saca un juego de fotografías que corroboran entusiasmo y nombradía. Por la HV-1413 no hay pérdida posible. A la entrada no hay puertas carreteras ni cancelas, solo un portalón de cemento coronado por una visera de dos aguas de tejas azules. A la izquierda reza: «Hijos de Celestino Cuadri»; a la derecha, «Cortijo Juan Vides». La pista de tierra se pierde dehesa adentro, entre alcornoques a la izquierda y sembrados que ya fueron segados y de cuyos rastrojos la luz todavía sin enmendar da buena cuenta y argumentos a los que creen en Dios.

    En el cortijo, dos perros atados a los dos lados del gallinero, y unas palmeras nos dan la bienvenida. El empleado al que abordamos mientras se desayuna en familia no tiene instrucciones. Como si nadie nos esperase, esperamos bajo un emparrado. La brisa arrastra una hoja seca por el suelo de barro cocido. Llamamos por el móvil al patrón, Eduardo Cuadri, pero no responde. Lo único que pasa, un instante después, es que suena un timbre como de alarma aérea en sordina y a continuación, la primera vez un niño que llama al que nos atendió:

    – ¡Pápaaaa! ¡Pápaaaaa!

    La segunda viene corriendo otro, con mono de faena, alicates en la mano y un bigote de época. Pero cuando llega al cuarto de señales, el timbre cesa. Ligeramente mosqueados, le abordamos.

    – ¿Se le habrá olvidado?

    –Es que Fernando siempre tiene muchas cosas en la cabeza.

    – ¿No sería el que pasó hace un rato y nos saludó con la mano?

    –Era. Está con los toros. Cojan por ese camino y sigan todo recto junto a los olivos y la alambrada, hasta el final.

    Solo entonces comprendemos cabalmente el tamaño de la finca, y su carácter. No hay nada superfluo aquí. A un lado, campos de labor, al otro encinas. A un lado cosechas, al otro la dehesa donde los toros disponen de más tierra por cabeza que muy pocos seres en este mundo (si no pensamos en los pájaros, en los peces y en los insectos, claro). La fila de olivos, larga como una avenida de los desamparados, pero sin amargura, se hace ángulo recto y se bifurca. Bajo la sombra de los olivos, a la vera de la ruta, y bajo encinas solas que destacan sobre la tierra roja, astados. Pero no son toros, que son vacas. La forma de los cuernos las delatan. No nos perdemos porque seguimos a rajatabla las instrucciones de uno de los caseros: porque la senda de los olivos (es pista todo el tiempo) continúa entre muros que se han comido todo el polvo del mundo, y que en algunos tramos se ha desmoronado. Nadie se ha puesto a ofender a la tierra echándole asfalto ni grava en la cara. Un mojón que es un hito antiguo anuncia, en azul y en versalitas: UNERA. Pero deducimos que el rabo de la eñe se lo comió la intemperie. Solo después sabremos que era como le llamaba un pastor antiguo de esta finca: Uñera. Juan Vides, el nombre que leímos al entrar en la finca, era el padre de la abuela de Celestino, que se dedicaba al ganado, pero no de lidia. Fue Celestino Cuadri quien decidió dedicar parte del cortijo al secano y el cultivo de cereales y el resto a la cría de toros bravos.
Toros en la ganadería de los Cuadri

    Nos encontramos con Celestino Cuadri, uno de los dos hijos de Fernando Cuadri, ingeniero industrial como él, y como él apasionado de la finca y de la cría de toros, metido en faena con el mayoral y uno de los vaqueros. Su padre está a caballo en la dehesa, separando a los futuros toros de sus madres, con las que pasan solo un año. Celestino Cuadri fue el que en 1946 fundó la ganadería, «empezó las castas». Tuvo ocho hijos, de los que quedan cinco: «tres machillos y dos hembrillas». Aplica el término a todo tipo de animales, racionales e irracionales. Pero solo dos se quedaron al cuidado de la dehesa: Fernando se ocupa del ganado bravo, Juan de la parte agrícola (siguen sembrando cereales, sobre todo trigo, avena y girasol). Celestino (casado pero sin hijos) compagina su trabajo como ingeniero en Endesa y en el estudio de ingeniería de su padre con la pasión por el cortijo y el ganado. Tiene una hermana que estudió biología y se dedica a investigaciones sobre el cáncer.

    Acompañamos a Celestino, de 36 años, informal, pero con ideas bien trabadas, en camiseta blanca y vaqueros, sin pretensiones, a «Madrid y Sevilla». Así les llaman a los apartaderos de unas veinte hectáreas donde con una año de antelación separan a los toros que van a llevar a las principales plazas donde los de Cuadri son tan deseados por los públicos como temidos por los toreros. Cada año suelen preparar cuatro o cinco corridas de primera categoría (Sevilla, Pamplona, Madrid, Valencia…), para las que separan ocho o diez astados, aunque “los planes están para romperlos”. Se les ve hermosos de planta y de trapío, ahora con más de cuatrocientos kilos, que pueden llegar a quinientos cincuenta y hasta seiscientos. Hasta primavera no estarán en sazón. A Madrid y Pamplona van los mejor presentados, los que no dejan lugar a dudas, a qué genealogía pertenecen. «Se les aparta para que se vayan hermanando. Al darles de comer juntos se van conociendo, y fijando las jerarquías, quién manda en el grupo. El toro es un animal bastante individualista, y al comer al mismo tiempo y juntos se van haciendo unos a otros». Sin aprovechar la ocasión para hacer una encendida defensa de la fiesta, el hijo de Fernando –al padre apenas le veremos, y siempre a distancia. Fina estampa de caballista, pero sin zalemas ni caracoleos. Intercambiamos un saludo de reconocimiento, antes de que vuelva a perderse dehesa adentro porque se escapó un toro- dice que la de su familia es “una explotación eco-sostenible. El ratio por cabeza de ganado es de dos hectáreas”. En la finca trabajan, entre caseros, jornaleros y vaqueros catorce personas. Cada toro tiene campo para trotar a placer. Apenas hay máquinas y todo se hace al ritmo del toro. Como si nos estuvieran escuchando, las garzas espulgan a los toros con esa insólita armonía del blanco y el negro, del rumiante y del plumífero, de la potencia y la gracia. Se pasean las garzas entre los temibles mamíferos como si conocieran el mito del rapto de Europa y quisieran repetir en la soledad de las dehesas esa mitología. La presencia de los toros sueltos hace que las incursiones de furtivos sean mínimas, y de los maletillas hay más leyenda que otra cosa: «Si llegan a entrar ni nos enteramos. No dejan ni rastro». En todo caso, un resabio sutil en los astados. Como rumiantes que son comparten con las vacas buena parte de su morfología. «Comen en tres cuartos de hora y luego se pasan horas y horas rumiando, haciendo la digestión». Para eso también sirven las encinas y los alcornoques. Para que a su sombra grata la sobremesa sea placentera.

    Prefiere no entrar en disquisiciones sobre el futuro de la fiesta. Pero las cuentas andan justas. Dice quien heredó el nombre de su abuelo que si se pusieran a hace cálculos sobre la rentabilidad de cada hectárea, si a cada toro le corresponden dos hectáreas, el rendimiento sería absurdo. Suma de memoria. Dejando al margen la parte de la finca, de su mantenimiento, de lo que la dehesa es al fin y al cabo, entre el personal, la alimentación y todo lo demás el montante sería de unos 1.200 euros por cabeza al año, mientras que un toro de lidia a punto de salir al ruedo saldría en unos 6.000 o 7.000 euros. «Hay un proverbio chino y de los indios de Norteamérica: los momentos de crisis son de limpieza y depuración, en los que perdura lo que tiene que quedar. Van a quedar los que son de verdad».

    Todavía apura algunas filosofías: «Me gustaría ser buen cristiano, pero no lo soy. El hombre es el único animal que se está autodestruyendo, mata por matar, come cuando no tiene hambre y bebe cuando no tiene sed. Lo que menos me gusta es la feria y la fiesta». Los factores, políticos, sociológicos, económicos, todo lo que están al margen de lo que en la dehesa se hace con cuidado exquisito, le deja frío. «Aquí trabajamos con honestidad y respeto. La fiesta, donde intervienen tantos factores que no podemos controlar, me queda lejos. En la medida en que se pierde la ética está todo perdido». Lo que está fallando es el factor humano. La finca de los Cuadri, celebrada por los que entienden del arte de la tauromaquia, tiene entre vacas y toros cerca de medio millar de cabezas. Separan toros para unas cinco o seis corridas, pero además de los sesenta dejan otros para hacer frente a imponderables, como accidentes. Según los años se distingue a los añojos (un año), erales (dos), utreros (tres) y cuatreños (toros). En los festivales se usan erales, en las novilladas ejemplares de tres años y en una corrida seria enemigos de entre cuatro o cinco años. El reglamento no permite corridas con torazos de seis años o más. Habla de la cría como de una ciencia en la que «el tiempo siempre lo marca el toro. La base de todo este proceso es el respeto al animal». Se cuida mucho la alimentación, con pienso y paja, «y una dieta amplia y equilibrada. Les preparamos para que sean atletas». No se trata de que engorden, porque no son animales para el matadero, sino de que lleguen a la plaza en plenitud de forma.

    Hay una calma de verano industrioso en el cortijo, una calma de faenas que cada uno hace a conciencia. Se sabe lo que se tiene que hacer y a su compás. «Los cruces han venido impuestos desde que mi abuelo fundó la ganadería. Los toros van cogiendo caja y volumen. Se ha mejorado mucho el tema nutritivo y sanitario. Antes se exigía mucho menos a los toros». El siguiente episodio de esta mañana de sábado con nubes que refrescan la tendencia natural del sol a ser fiero (incluso en las dehesas de Huelva) transcurre en el embarcadero. Un laberinto bien pensado, un sistema parecido al de las esclusas, pero de secano, con portalones para separar a los machillos de sus madres. Es un episodio tan triste como necesario. La aplicación práctica de las teorías pedagógicas de Platón a la tauromaquia: del mismo modo, que a juzgar por el autor de los Diálogos, los padres no son los más idóneos para formar ciudadanos, en el caso de los toros, tras un año de vida en familia, hay que separarlos de sus madres. «Para estos se acabó. Nunca más los volverán a ver», dice el vaquero. Viene Fernando Cuadri y otro vaquero, a caballo y con varas, y la ayuda inestimable de los cabestros, para encarrilar a la manada, que tras dos intentos, los gritos y exhortos de rigor, una polvareda que si es estética es por necesidad, acaban entrando en los corrales. Poco a poco, abriendo y cerrando compuertas, van separando a los cabestros del resto, y a las madres de sus terneros. Hasta que se quedan los dos solos de esta tanda. El toro joven, desconcertado, muge, llora, trata de encontrar una salida. En el último cajón el mayoral le sujeta la testuz con un lazo que nunca aprieta, pero que lo pone en situación para que el vaquero le ponga «los pendientes»: uno en cada oreja, su tarjeta de identidad, su fe de vida, sus referencias. Es la referencia que el mayoral conoce al pie de la letra. La prueba de su genealogía. Cuando salen de nuevo al campo abierto, ya hay un muro infranqueable entre su pasado y su porvenir. Su destino está trazado de antemano. Se convertirá en un toro de lidia. Cuenta Celestino que, pese a lo que pudiera parecer, «los animales de doble pezuña, como los toros y los antílopes, los ungulados, comparten un mismo método de defensa: la huida. Los cuernos son para luchar entre ellos, y sólo recurren a ellos para defenderse como último recurso». Por eso, hace hincapié, «el manejo es siempre tranquilidad».

    En todo el proceso hay un elemento primordial: que se hagan a la voz del mayoral. Así lo recalca Celestino Cuadri en más de una ocasión. Cuando les meten en el camión y les llevan al lugar de la corrida, cambiándoles el agua y los sonidos, acaban estresándose, y se desorientan. Por eso, cuando les recibe la voz del mayoral, se tranquilizan. El de los Cuadri, José Escobar, es toda una institución, como dan cuenta los recortes y las fotografías enmarcadas en la antigua casa de la Uñada, donde se levantaron los primeros edificios del cortijo. El picajoso tendido del Siete, en Las Ventas, famoso por su exigencia y destemplanza cuando la corrida se convierte en un atraco, los toros mansean o los diestros no están a la altura, ha pedido que saliera al ruedo en cuatro ocasiones. Más veces lo han celebrado en Valencia, y sacado a hombros.

    Sin un buen mayoral no hay una buena ganadería. Son ahora 27 familias de toros: de la cocina, de Huelva, de la agricultura, de los militares… Hay un libro de cada familia. Cada familia es una reata. Y el mayoral reconoce a simple vista de dónde viene cada toro, “por las trazas, por las hechuras”. Como un almirante de secano, pero sin entorchados ni más empaque que su certidumbre, la que le da llevar toda una vida cuidando y seleccionando toros, hablándoles, se mueve por su territorio con su bastón de mando, y su inveterado puro en la boca. Sin puro es como si algo faltara en la composición, en el retrato. José Escobar dice que es primo de Manolo, pero que canta mejor que él. Nacido en Trigueros hace 66 años, forma parte de la casa desde siempre, no en vano su padre era pastor de cabras en esta misma propiedad. Cuando se le pregunta qué rasgos definen a la ganadería Cuadri habla de «un toro hondo, serio, con mucha badana (justo lo que va después de la papada), comprometido al salir al ruedo. Un aficionado reconoce enseguida cuando está ante un Cuadri». La palabra serio es la que más repite al hablar de su hierro: «Un comportamiento muy serio. De mucho respeto». Hasta el punto de que la casa Lamborghini decidió bautizar uno de sus coches como Aventador en homenaje a uno de los toros de gran trapío de esta ganadería legendaria. Cristiano Ronaldo se hizo con uno.

    Con la piel curtida por el sol, la forma en la que la intemperie esculpe la fisonomía, lo que caracteriza a todo buen mayoral es el timbre de su voz. «Los toros reconocen sobre todo la voz». Antes de la corrida, es esa voz del mayoral lo que más les tranquiliza. Como un entrenador, José Escobar se dirige a todos ellos al mismo tiempo.

    –¿Qué les dice?

    –Que derramen hasta la última gota de sangre. Que embistan.

    –¿No le da pena?

    –No, cuando sale bueno sé que he cumplido. El toro está mentalizado para morir.

    Aunque sea sábado, queda mucha faena por hacer. Dejamos a Celestino Cuadri, a José Esteban, al vaquero… que vuelvan al tajo. Da la mano el mayoral con toda la carne, con conciencia, mientras mira a los ojos con la franqueza de quien sabe el terreno que pisa y lo que hay que hacer. Su astucia no tiene malicia. Forma parte del ritmo de la dehesa de toros, del cortijo de los Cuadri. En la dehesa, mientras el sol sigue dibujando su arco de ballesta, la garza y el toro prosiguen su diálogo silencioso. El toro, la garza y la voz del mayoral. Al margen del debate, de las pasiones taurinas y antitaurinas, de la política, los argumentos que tantas pasiones desatan por una piel que una de las metáforas más socorridas repite que es una piel de toro. Será.

    Día 21/08/2012

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